Demetrio Aroquipa voltea hacia su esposa, Dominga Hancco, quien llora y consuela a su hija menor, quien también llora. Demetrio se contagia, lagrimea y consuela a las dos mujeres. Los tres se abrazan en el llanto, mientras el hijo menor los observa.
Solo unos segundos antes, aunque de luto, sonreían. La familia solloza porque Jhamileth Nataly Aroquipa Hancco murió hace dos años en Juliaca. Tenía diecisiete años. Una bala disparada por la policía le perforó órganos vitales cuando iba de compras con sus padres.
La asesinaron, dice Dominga. Los juliaqueños no hablan de muertos, sino de asesinados para referirse a los sucesos del nueve de enero. Morir es un verbo impreciso, por ejemplo, para hablar del final de Jhamileth el nueve de enero de 2023, porque solo describe el hecho de perder la vida. No implica intencionalidad, ni especifica causa ni agente causante. Asesinar, en cambio, denota intencionalidad, acto deliberado y un sujeto que mata. También prefieren el sustantivo “mártires” al de “víctimas”, porque víctimas pone el foco en el sufrimiento o daño recibido, sin que necesariamente haya habido un propósito o significado trascendental; mientras que mártires alude a personas que sufren o mueren por defender una causa e implica un sacrificio y un acto trascendental.
Por eso, los familiares de los asesinados y los sobrevivientes pelean para que los asesinos de los mártires sean identificados y sancionados. Se han reunido durante tres días, el 7, 8 y 9 de enero, en actividades para recordar los dos años de “La masacre del 9 de enero” y pedir justicia.

Día ocho
La noche del ocho de enero Demetrio, Dominga, su hija e hijo están en el Teatro Municipal de Juliaca. Lloran en el momento en que empiezan a nombrar a los dieciocho asesinados en la avenida Independencia, cerca del Aeropuerto Inca Manco Cápac. Pegados en la pared del estrado del teatro, las fotos en blanco y negro de los dieciocho mártires.
En el día, han participado en conversatorios y actos culturales. En la conferencia de prensa de la mañana, el abogado César Quispe enfatiza en que hay un peligro inminente de que cambien al fiscal del Equipo Especial de Fiscales para Casos con Víctimas durante las Protestas Sociales (Eficavip).
El año pasado, en julio, la Fiscalía formalizó tres investigaciones en Puno contra 24 policías como coautores del delito contra la vida, cuerpo y salud por el asesinato de Salomón Valenzuela Chua y Sonia Aguilar Quispe, en Macusani, y contra 19 policías y militares por el asesinato de dieciocho y 108 heridos, en Juliaca.
Todo lo avanzado, quizás, está en riesgo.
La región Puno se había convertido hace dos años en el centro de las protestas en rechazo a la permanencia de Dina Boluarte en la presidencia del Perú. Las carreteras estaban bloqueadas y no había actividades. La protesta duró de diciembre de 2022 a marzo de 2023. El gobierno militarizó la región, movilizó soldados de Ilave, seis murieron ahogados en un río por negligencia de sus superiores. Tampoco se ha sancionado a los responsables de estas muertes. Como no podía controlar el descontento y el desborde social, el gobierno de Boluarte trató de deslegitimar las protestas. La presidenta dijo que los manifestantes se habían matado entre ellos, que usaban balas dum dum, que había participación de los Ponchos Rojos de Bolivia. Nunca probó ninguna de estas afirmaciones. Los asesinados no tenían antecedentes penales ni judiciales. Ningún civil fue detenido con armas de fuego o balas dum dum en su poder, ni siquiera identificaron a un Poncho Rojo.
Volvamos al teatro municipal. El día ha terminado y las familias se van a casa. Mañana es el día principal de las actividades. Algunos llegan al jirón Carlos Lavagnia 145, casa de la familia Samillán Sanga, donde se reúnen los miembros de la Asociación de Mártires y Víctimas del 9 de Enero. Es la casa de Marco Antonio Samillán Sanga, el médico que recibió un balazo por la espalda cuando ayudaba a un herido.
El grupo tiene el encargo de colocar banderas peruanas en blanco y negro, con la inscripción “2 años sin justicia” en el medio, en puntos específicos de la ciudad. En la noche del ocho y la mañana siguiente, las banderas flamean en las calles y, sobre todo, en el baipás de la avenida Independencia. La primera bandera la iza Raúl Samillán, hermano de Marco Antonio, en un poste de luz eléctrica a la salida de su casa. Raúl, profesor, hermano, amigo, lidera la pelea por encontrar justicia. La casa donde jugaba con Marco y sus hermanos y hermanas se ha convertido en un espacio de solidaridad y reunión de los deudos y sobrevivientes.
Día nueve
Ha llegado el día principal. Desde muy temprano, al baipás, donde fueron asesinados la mayoría de los mártires, llegan las delegaciones quechuas y aimaras, así como los familiares de los asesinados de Ayacucho, Apurímac, Cusco, Arequipa, Lima, etc.
En el lugar se oyen arengas contra Dina Boluarte. Recuerdan que, en esa ciudad del Altiplano, había prometido renunciar si Pedro Castillo —expresidente encarcelado por dar un autogolpe de estado fallido— era vacado. En Juliaca, Boluarte es una traidora, una usurpadora y la responsable de los asesinatos. Hay banderas en blanco y negro izadas en postes y paredes; pegadas en los umbrales y paredes del baipás, y fotografías de las protestas de hace dos años: policías disparando, humo de las bombas lacrimógenas, mujeres en protesta, llantas incendiadas, fotos de los mártires, un helicóptero sobrevolando Juliaca, dos manos sosteniendo fotos de los asesinados, una mujer con una guaraca. Alrededor del desvío hay pinturas de artistas que retratan el dolor. Sikuris tocando. Un guitarrista. Unos burros con fotos de Dina en el lomo. Vendedores de agua, helados, comida, golosinas, frutas. Hombres y mujeres con wiphalas, pancartas y fotos de los que ya no están.
A media mañana, con el cielo nublado, comienza la misa. Los sacerdotes Luis Zambrano y Luis Humberto Béjar se encargan del ritual. Zambrano cita a Mateo, capítulo 20, versículos 25 y 26: “Ustedes saben que los jefes de las naciones se portan como dueños de ellas y que los poderosos las oprimen. Entre ustedes no serán así”.

“Jesús nos enseñó” —dice el sacerdote—“a ejercer la autoridad como un servicio, con cariño, no como un abuso”. Después, en quechua, recuerda “el asesinato de nuestros hermanos y hermanas” y señala que “nuestro pueblo busca justicia”. Acabada la misa, por el estrado pasan los “Sikuris unificados contra la dictadura”. La música es acompañada con este cántico:
El día que yo me muera
que los sikuris no falten
morir luchando por nuestra patria
viendo tanta injusticia
quechuas y aimaras
luchando siempre unidos
Después comienza un concierto-homenaje. Chano Díaz Limaco hace llorar su charango. Sigue Urpi Portuguez y su Mama chola, mama india. En la poderosa voz de la niña Samy Sisariy, resuenan las canciones El hombre y Mamacha de Las Mercedes y los asistentes dejan escapar suspiros y lágrimas. Julio Humala, con su guitarra y su voz, cierra el acto con Flor de retama, y el público repite el estribillo:
La sangre del pueblo tiene rico perfume
La sangre del pueblo tiene rico perfume
Huele a jazmines, violetas, geranios y margaritas
A pólvora y dinamita
No hay policías con uniforme y armas como hace dos años. Solo agentes de civil que fotografían y graban. Creen que pasan desapercibidos, pero son demasiado evidentes. A los asistentes a la actividad no les interesa demasiado. Demetrio Aroquita lleva una pancarta con la foto de Jhamileth. Dominga sostiene en sus manos una foto de la menor. Roger Parisaca lleva la de su hermano Gabriel López; Roger Huamán, la de su mamá Julia Pacci; Yuvana Apaza, la de su esposo Heder Jesús Mamani; Yeny Ramos, la de su hijo Giovani Gustavo Manes; Elvis Rolando, la de su padre Rubén Fernando Mamani…
Todos hablan de la muerte, esa que llegó y puso punto final, de golpe, en segundos, a esas vidas. Marchan del baipás a la plaza principal de Juliaca. Los periodistas hablan con los heridos por perdigones y balas, quienes estuvieron ahí y vieron caer a hijos, padres, hermanos, amigos o conocidos, y con los familiares de los dieciocho asesinados que todavía lloran sus ausencias. Los que vieron pasar a la muerte en traje policial. Hombres y mujeres con las fotos que pesan como ataúdes.