José Carlos Mariátegui: La escena contemporánea

Segundo entrega del comentario sobre la primera obra del pensador peruano. Lima, Empresa Editora Amauta, 1978, 232 pp.
la escena contemporánea - josé carlos mariátegui
Cesar Augusto López
Cesar Augusto López
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XXI

Donald Trump acaba de denominar al conflicto entre Israel e Irán como la guerra de los Doce Días para indicar que Estados Unidos aún mantiene su hegemonía geopolítica y militar alrededor del mundo. Rusia no pudo ayudar, siquiera indirectamente, a Irán y China: no fue más que “blanda”, “observadora”. De la Unión Europea no se puede decir tampoco mucho, porque su sueño de solidez comunitaria culminó con el Brexit, la salida de Reino Unido, en 2020. El real ganador de todo este marasmo es Israel, un país que ha sabido consolidarse a lo largo de cien años y, más aún, con el impulso posterior a la Shoah; específicamente en 1948.

Las anotaciones anteriores son necesarias, ya que responden a un contraste de lectura a La escena contemporánea de José Carlos Mariátegui. Si bien han pasado cien años de la publicación de este libro, aún se puede acompañar la cinemática de la comprensión mariateguiana del mundo. Este supo seguir, con una agilidad propia de las actuales redes sociales, el escenario, pero con el material de no pocos diarios de la época y, muy probablemente, también de la radio. Y a pesar de esas limitaciones, comparadas, claro, con la velocidad de nuestro siglo, sería mezquino no reconocer la potencia de la visión panorámica de este intelectual.

Valga decir que la metodología dialéctica marxista que emplea Mariátegui está impregnada por un vitalismo, propio de la época, el cual se sostiene, además, por la fama del filósofo Henri Bergson. Sumado a este punto, al pensador francés se le otorgaría, en 1927, el Premio Nobel de Literatura; dos años después de la publicación del conjunto de ensayos que nos reúne. Así, diversas son las veces que se recurre al concepto de élan para exigir mayor vivacidad ante las exigencias de aquel momento. Incluso nosotros aceptamos y pregonamos el mismo llamado. Finalmente, dos libros, sin duda, deben leerse para sostener una mejor aproximación al libro citado; a saber, La evolución creadora (1907) y La energía espiritual (1919), por lo menos.

Semitismo y antisemitismo

Solo ahora es justo ingresar a nuestra materia. La última sección de La escena contemporánea se encarga del semitismo y el antisemitismo, y, desde el no tan lejano 1925, Mariátegui atina con la relación íntima entre el primero y el imperialismo inglés (p. 212). Ahora, en 2025, el pueblo semita se ve más que consolidado con el apoyo norteamericano y su acción contra tres instalaciones nucleares clave de Irán. La amenaza del equilibrio en Oriente Medio para Trump ha sido eliminada e Israel continúa con su camino de “fama”. Aún más, si antes el nacionalismo y el conservadurismo eran enemigos del pueblo judío (p. 214, 218), entre los que se incluye a una Alemania protonazi (p. 217), ahora esa figura ha cambiado completamente. El reacomodo hebreo en la política actual se condice con una sugerencia de Mariátegui no exenta de ironía y lucidez precoz: “Los nacionalismos europeos trabajan por crear un nacionalismo judío. Porque piensan que la constitución de una nación judía libraría al mundo de la raza semita” (p. 218). Tal vez se equivocaron los europeos cuando formularon aquel extraño sueño de segregación políticamente correcta. Habría que volver, en todo caso, a este temprano par de ensayos para abordar uno de los temas más gravitantes de nuestra historia inmediata.

Que se hayan encontrado Marx y Bergson, en el interesante e irreverente experimento metodológico de un joven peruano, justifica nuestra reseña actualizada del libro, ya que nos importa ahora la lucidez sobre los acontecimientos de la masa animada bajo el impulso creador de una vida europea bullente. Nos referimos a que Mariátegui no culpa a Mussolini del fascismo (tampoco lo exime), sino que reconoce el agenciamiento entre la muchedumbre y su ímpetu, tal como acontece ahora con políticos como Trump en Estados Unidos, Milei en Argentina, Bolsonaro en Brasil o el cercano Hitler a aquel 1925, por colocar algunos ejemplares. Estos son productos de una sumatoria de acontecimientos que la izquierda o el socialismo no supieron ni han sabido leer adecuadamente en dirección a la sincera lucha o hacia una resistencia programática. Es decir, Mussolini “no fue su creador, no fue su artífice. Extrajo de un estado de ánimo un movimiento político; pero no modeló este movimiento a su imagen y semejanza. Mussolini no dio un espíritu, un programa, al fascismo” (p. 16). Frente a este nivel de entendimiento de los hechos, Mariátegui realiza una temprana autocrítica de la que no goza nuestra “inteligencia contestataria” del bicentenario. Y de manera más clara, Mariátegui agrega que la “Gente de clase media, los artistas y los literatos no tienen generalmente ni aptitud ni elan (sic.) revolucionarios. Los que actualmente osan insurgir contra el fascismo son totalmente inofensivos” (p. 27). De manera elegante los juzga de apáticos y de divorciados del pueblo; cuestión que no se ha modificado mucho en una centuria.

Nos atreveremos a indicar, adicionalmente, que Mariátegui había echado un vistazo o había tenido noticias sobre La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) de Max Weber, ya que describe la crisis demoliberal como parte del sistema y su plan ideológico (p. 56-57). Si bien las intuiciones de Marx permiten el avistamiento de este problema, en el marco de su proyecto revolucionario, creemos que es posible establecer esta relación, dadas las inquietudes del joven periodista. Sumado a ello, su interés por una transformación radical se cierne sobre la importancia de los medios de comunicación y su respectiva apropiación (p. 59) orientados hacia un programa (estético) revolucionario mucho antes de las disquisiciones sobre la materia planteadas por Walter Benjamin en su ensayo, de 1934, “El autor como productor”.

Uno de los adelantos o suspicacias mariateguianas más interesantes, por destacar, es aquella a la que hicimos referencia en el primer párrafo de nuestra reseña. El fin de la Unión Europea se corresponde con un vicio de origen para el ensayista (p. 81-82). No cederemos este momento a la confianza en nuestra lectura, sino a la letra sobre esta endeble reunión de países, la cual “No se constituirá por tanto [como] una asociación destinada a asegurar la paz sino, más bien, a organizar la guerra. Porque, como una consecuencia natural de su función histórica, una liga de estados europeos que no comprende a Rusia tiene que ser, teórica y prácticamente, una liga contra Rusia” (p. 82). Tanto para Europa como para Estados Unidos es necesaria una guerra ruso-ucraniana que mantenga a raya la diferencia, ya que no tenía sentido (¿?) que Europa dependiese del gas y el petróleo rusos para mantener su producción y, por ende, su economía, estables. No solo Oriente debe entender la hegemonía imperial de Norteamérica, sino también Occidente. La paz que Trump busca “promover” no es más que el sostén para su nacionalismo proteccionista, para su crisis fiscal y para preservar el control con el mínimo de gastos y daños.

La revolución y la inteligencia

Aún nos queda algo por decir del conjunto y del programa mariateguiano que localizamos en la sección denominada “La revolución y la inteligencia” (p. 152-189). Si ya se había, pues, criticado duramente a esta y a su incapacidad, algún lugar debería ocupar en el proceso del que el ensayista no busca desprenderse. De esta manera, el arte se encumbra como un momento culmen, como una traducción que permite a los hechos reales retroalimentarse. La estética, además de ser un plan, es un resultado “feliz” de acontecimientos. Esto es posible de observar en los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), ya que su pieza más extensa se orienta sobre la literatura como el punto más alto de una cultura y la manifestación indiscutible de su madurez, de su independencia, tal como la veía en el Perú, el cual, según su cálculo, se encontraba a un paso de su propia revolución. De esta suerte, nuestra nación, para su centenario, ya contaba con su propia dinámica material, histórica y espiritual para saltar a su afirmación plena contra las objeciones del imperialismo yanqui. Este mismo criterio es adoptado de manera embrionaria en La escena contemporánea.

En tres momentos queremos plantear nuestro cierre, bajo la condición de dejar en claro nuestras reticencias o el reconocimiento de las tensiones mariateguianas, propias de su época y de su estado anímico. En primer lugar, para el autor del libro reseñado, “La función de la Inteligencia (sic.) es creadora” (no cae muy lejos del empuje bergsoniano) y luego agrega que “La revolución […] será para los pobres no solo la conquista el pan, sino también la conquista la belleza, del arte, del pensamiento y de todas las complacencias del espíritu” (p. 158). Es necesario el culmen estético que tiene como protagonista al pobre y, por ende, a pesar de su complexión burguesa, el artista debe asumir su rol, su lugar, sobre todo, porque profetiza el porvenir (p. 164). ¿Podrá el intelectual, luego de haber sido ácidamente caracterizado, asumir consciente y comprometidamente el lugar que le corresponde en el esquema de Mariátegui? Considerando, principalmente, la literatura peruana posterior a la Segunda Guerra Mundial, este ideal acaso se consiguió, en algo, con Arguedas, pero no como lo pensaba el autor de los ensayos.

Un curioso sitial intermedio entre el revolucionario y el pobre caracteriza al colectivo intelectual. Este es un producto de la relación victoriosa de ese necesario encuentro hacia un mejor mundo. Y para lograr el equilibrio de esta trinidad, Mariátegui emplea una obra de Henri Barbuse de la que afirma lo siguiente: “Les Enchainements (sic.) encierra una iluminada y suprema promesa. La verdad no ha triunfado antes porque no ha sabido la verdad de los pobres. Ahora se acerca, finalmente, el reino de los pobres, de los miserables, de los esclavos” (163). La segunda tensión gira en torno a la proximidad casi evangélica con el pobre. ¿Podrá pues el intelectual esta cercanía? ¿Mariátegui la tuvo? O, en todo caso, para no ser tan inflexibles, ¿es necesaria la convivencia con los pobres? Podríamos de buen grado ser afirmativos a la pregunta, pero cuántos intelectuales se encuentran abiertos a una alianza de ese tipo.

Y en cuanto al pobre, surge un último escalón marcado por este imbroglio. Nos referimos al proletario; es decir, a aquel que no cuenta ni con la tierra, a diferencia del campesino, a quien se considera enemigo de la revolución, dicunt Máximo Gorki y Lenin, y con los que Mariátegui se encuentra de acuerdo sobre la lucha entre la ciudad y el campo (p. 175-176). El conflicto final sería, entonces, entre estos colectivos y, en ese sentido, la verdad no le pertenecería al campo, sino a la ciudad. ¿No se vuelve al problema de la polis como una máquina que subyuga a la periferia y por el cual se construyeron personajes bucólicos en la literatura romana para justificar la explotación?  Incluso se considera a los judíos en esta misma dinámica, ya que ellos serían la personificación de la urbe, la burguesía y el capitalismo contra el campo (p. 201-211). En otros términos, factores idóneos de la revolución. ¿Acaso estas afirmaciones no condujeron, sin querer, por supuesto, a la violencia del terrorismo en el Perú? ¿Este acaso no fue un asunto que se vio traducido en el desprecio por los votantes que llevaron a Pedro Castillo al sillón presidencial, en su momento, por parte de Lima como la voz de la civilización peruana? A fin de cuentas, ¿es posible salir de esta encrucijada?

Para nosotros, cien años después de la publicación de La escena contemporánea es, quizá, fácil plantear estos cuestionamientos, pero nos parecen necesarios, porque forman parte de un pasado que debemos retomar en el movimiento de sus variables sobre un tablero en el que aún nos falta reconocer, creemos, al pobre con el fin de reorientar un proceso de transformación tan radical como el que buscaba Mariátegui. ¿Qué duda puede caber en que la cinemática del siglo XXI es más desenfrenada que la del XX? Por eso se precisa de los recursos del presente, de los cuales, en su hora, él no renegó, sino que se dio a la tarea de explotar al máximo para emitir un juicio sobre su contemporaneidad. Esta, la suya, nos toca y exige la realización de balances estrictos y sinceros por ser nuestro presente el que se encuentra en juego. Así que, si podemos aprovechar ese horizonte con el fin de operar sobre el estado de las cosas en el que nos encontramos, no pecamos de irreverencia, sino del máximo respeto a la enseñanza del Amauta.