“Mirando al cielo me pregunto si llegaré a mi meta antes de ser un difunto. Siento un dolor muy profundo, hermanos tras las rejas y otros fuera de este mundo, acá seguimos en la lucha…”, cantaba el rapero Eduardo Ruiz Sanz (32). Con letras de protesta y mensajes que retrataban lo duro del día a día, salió a las calles a reclamar, cansado de un Gobierno corrupto y de un Estado ausente frente a la delincuencia. Pero una bala policial —disparada por Luis Magallanes— lo mató, arrebatando a sus padres un hijo y a su pequeño un padre. Y cuando el pesar no termina, el presidente del Congreso y fujimorista, Fernando Rospigliosi, lo llamó “terruco”. Aunque le aclararon que su nombre artístico era ‘Trvko’, el legislador insistió, estigmatizando así al fallecido. Una autoridad cayendo en una de las armas básicas de la ignorancia y la deshumanización: el terruqueo.
Y es que el terruqueo es, en esencia o en simples palabras, tildar de terrorista a una persona sin pruebas. Es una herencia de los años más oscuros del país, allí donde el miedo sirvió de justificante de abusos y silencios. Con el tiempo, ese término dejó de referirse a un delito y convertirse en una herramienta política, usada en desacreditar, intimidar o ridiculizar a quien piense distinto. Hoy, basta levantar la voz o exigir dignidad para que te caiga encima la etiqueta. No importa lo que digas, sino a quién incomodes. Principalmente, es el recurso de los sectores radicales de la derecha que, ante la falta de argumentos, recurren al insulto con el fin de imponer su postura o falacias. ¿Qué legitimidad tienen estos al señalar de “terruco” a cualquiera que no opine como ellos, que marche, cuestione o no se someta?
“El terruqueo es, en esencia, tildar de terrorista a una persona sin pruebas. Es una herencia de los años más oscuros del país, donde el miedo sirvió de justificante de abusos y silencios. Hoy basta levantar la voz o exigir dignidad para que te caiga encima la etiqueta. No importa lo que digas, sino a quién incomodes”
Esa práctica contaminó el diálogo nacional. El terruqueo no solo divide, ya que fractura, enfrenta y destruye, cual sea el intento de entendimiento entre peruanos. Ha enseñado a acusar al vecino, al compañero de trabajo, al familiar que piensa distinto, al que marcha o tiene un enfoque diferente. Así se instala un lenguaje de desprecio que extingue la empatía. Lo más grave es que esa actitud se repite, se normaliza y se hereda. Porque en esta patria no aprendimos a debatir ideas ni a buscar justicia, al contrario, a manchar de culpables y limpiar a los propios. Y si no, recordemos lo dicho por Rospigliosi, respaldado sin pudor por Jorge Montoya, que aseguró que apoya “cualquier calificativo que demuestre que, claramente, se está haciendo lo que dice el calificativo (terruco)”.
Quien terruquea no lo hace por ingenuidad, sino por cálculo, flojera y vileza. Es un gesto de seudopoder, una maniobra para controlar ese relato y distraer a la población. Además, se usa como cortina de humo, aprovechando la fuerza de una narrativa que estigmatiza y degrada. Lo mantienen políticos, opinólogos e individuos en las calles y redes que —sin medir el daño— refuerzan un discurso que lastima y empobrece el debate. Se terruquea porque resulta útil, porque infunde temor, porque apaga voces y porque convierte al otro en amenaza. En un territorio donde el caos aún dicta las reglas, el terruqueo es la forma más barata de sostener el dominio. Viene al caso la frase: “No te matan por ser terrorista, te llaman terrorista para poder matarte“.
“Quien terruquea no lo hace por ingenuidad, sino por cálculo, flojera y vileza. Es un gesto de seudopoder, una maniobra para controlar el relato y distraer a la población. Se terruquea porque infunde temor, porque apaga voces y convierte al otro en amenaza”

