“Nosotros existimos de mucho antes. Yo tengo hijos nacidos acá, yo ya he hecho familia acá, también mi padre ha trabajado en Ticlio, ha fallecido también ahí trabajando. Mi familia aquí ha estado siempre”
Con esas palabras, Yolit Alejo Bonifacio explica por qué no abandona su casa en la antigua Morococha, en La Oroya, aunque a pocos metros de su habitación —con techo de calamina y paredes rústicas— avanza el tajo del proyecto minero Toromocho, uno de los más grandes de cobre en el país. Las detonaciones diarias tampoco la intimidan.
Para llegar hasta su vivienda hay que atravesar callejones flanqueados por muros de costales de yute que la minera Chinalco levantó hace unos cuatro años para delimitar su concesión y ocultar las casas que aún resisten. Visto desde arriba, parecen laberintos que reemplazan las paredes de las casas demolidas después del 2012, cuando comenzó el reasentamiento hacia la Nueva Morococha.
“La empresa no quería que entremos y hemos planteado en el Poder Judicial para que no nos limite el derecho a transitar a nuestras casas”, afirma Yolit, mientras camina sobre restos de calles pavimentadas y bloques de cemento rotos.

Familias en resistencia
Uno de sus vecinos, Elvis Atachagua, recuerda que junto con las demás familias se organizaron para mantener en pie servicios básicos. Si la red de agua se malogra, hacen faena para arreglarla. También reparafron la carretera auxiliar por donde ahora entran a sus casas, porque el acceso principal solo sirve para la minera y parte está bloqueado por material del tajo.
“Hay que ser muy claros, nosotros, desde muy antes de la minera estamos acá viviendo, porque acá hemos nacido y hemos crecido, en la antigua Morococha”, afirma Elvis.
Son 13 familias las que se mantienen en Morococha antigua. Desde hace más de una década se resisten a mudarse al nuevo poblado construido por Chinalco en Carhuacoto, con viviendas de 54 metros cuadrados. Alegan que el reasentamiento se levantó en un humedal expuesto a riesgos de licuación de suelos, con problemas de contaminación y sin oportunidades económicas.
Trece años después del primer traslado de pobladores (octubre de 2012), estas familias no se van porque no confían en que la empresa cumpla su palabra, algunos de ellos piden que les asegure un puesto de trabajo o que haga lo necesario para generar movimiento económico en la Nueva Morococha. Para esto último, Chilanco había prometido que el campamento de sus trabajadores se ubicaría cerca del poblado, pero ahora está en otro lugar.

“Nosotros hemos tratado de buscar ese diálogo con la minera. En Carhuacoto y luego en Lima les dijimos que sí podíamos resolver este problema, porque hemos aceptado sus voladuras. Pero les aclaramos que es zona de riesgo por las explosiones que realizan”, sostiene Elvis.
Elvis testimonia que en esa reunión, el 27 de junio último, los ejecutivos de la empresa prometieron atender caso por caso. Sin embargo, un mes después los pobladores recibieron la notificación del juez Jesús Santana Socualaya, de La Oroya, que concedió a la empresa una medida cautelar para desalojarlos en seis días, bajo apercibimiento de uso de la fuerza pública. Con el abogado Carlos Castro presentaron un recurso de oposición y ahora esperan respuesta.
“No hemos invadido”
“Nosotros no hemos invadido. Tampoco nos hemos sometido a ellos, ni les hemos quitado nada. Desde un inicio hemos nacido acá y seguimos acá. Ellos mismos tienen un padrón donde estamos quienes todavía vivimos aquí”, recalca Elvis.
En tanto, el Convenio Marco para el reasentamiento de Morococha —que debía garantizar condiciones consensuadas entre Estado, empresa y población— nunca llegó a firmarse. Trece años después, sigue siendo un tema pendiente.
Mientras tanto, en las casas que resisten flamean banderitas peruanas desde sus techos de calamina, en medio de un paisaje de calles rotas y explosiones mineras.
