De un tiempo acá se ha vuelto muy común escuchar la frase “soy apolítico(a)”. La escuchas en el trabajo, en el mercado, en el transporte público, en los mítines que ahora se organizan contra la criminalidad. La lees en los chats entre amigos y hasta en los perfiles de la gente en las distintas redes sociales. Es algo que a muchos parece llenar de orgullo en un país tan fraccionado y polarizado como el nuestro.
La RAE dice que el adjetivo “apolítico” se refiere a aquella persona que se considera ajena a la política o que se desentiende de ella, y sinónimos de esta palabra son “neutral” (alguien que no participa de ninguna de las opciones en conflicto) y “amoral” (alguien desprovisto de sentido moral). Yo agregaría la palabra “indiferente” (desinteresado, claramente, de la realidad en la que se vive).
La indiferencia hacia las cosas que ocurren a nivel político en el país no es algo gratuito. La gente se quiere mostrar lejana de aquellas personas que actualmente dirigen el país y de las que todos los días hay indicios de corrupción, y en ese afán prefieren guardar silencio y evitar discusiones sobre aquello que consideran equivocado o “errores” de la elección pública democrática que todos estamos pagando. En lo que no reparamos es que esa supuesta indiferencia, que en el fondo carga un posicionamiento (pasivo) de las cosas que ocurren, es posiblemente una de las principales causas del crecimiento diario de esos niveles de corrupción y de nuestro distanciamiento de “los otros”, de aquellos con quienes —queramos o no— compartimos nuestra peruanidad.
La tibieza no parece ser la solución a nada y declinar ante nuestros deberes ciudadanos tampoco. Sobre esto, hace poco —y con motivo de su fallecimiento— retomé la lectura de los libros de Vargas Llosa, un peruano con quien me sentía enemistada por el giro cada vez más conservador y extremo de sus opiniones sobre el Perú, un pretexto que quizás muchos utilizaron para no leerlo más. ¡Gran error!, digo, enemistarse con el literato. Creo que él encarnaba bien esa desilusión con las cosas que pasaban aquí, pero no por ello dejaba de decir o hacer algo, aunque muchas veces eso que decía o hacía fuese diametralmente opuesto a nuestra visión de las cosas. Él no podía dejar de sentir, tal como expresara en El Pez en el agua (1993)[1], una profunda conexión con el Perú, que le llevaba a no mantenerse al margen de las cosas que le sucedían; en buena cuenta, él no podía dejar de sentirse un ciudadano peruano, y puede que por eso haya querido que el último periodo de su vida transcurriese aquí.
“La apatía política contribuye con el empobrecimiento de la calidad del debate público; y esto, con la crisis democrática que vivimos”.
Ser ciudadano peruano, o ser ciudadano en cualquier parte del mundo, es eso a lo que hacía referencia Vargas Llosa en ese libro que escribió: la conexión (algunas veces inevitable) con una determina identidad, con esas cosas que nos hacen ser parte de una comunidad y que van más allá del himno nacional que cantamos; del tipo de comida que compartimos y del modo en que nos expresamos; que tiene que ver principalmente con los valores e ideales que compartimos como nación, aunque pareciera que todavía no hemos alcanzado esa categoría y que tampoco hemos avanzado hacia una verdadera democracia.
El filósofo jurídico Carlos Santiago Nino (1997)[2] decía que la democracia es una práctica social consistente en conductas regulares que permiten crear instituciones orientadas a un cierto fin o valor. En buena cuenta, esto quiere decir que la calidad de nuestros gobernantes y poderes estatales reflejan el tipo de sociedad que somos, y que los elementos esenciales que le dan valor a la democracia no solo tienen que ver con el buen diseño de las instituciones, sino también con la conducta de la gente y su participación en los asuntos de interés público. Y, está bien, no tenemos que militar necesariamente en un partido político ni afiliarnos a alguna organización ni empezar a maquinar una revolución (de hecho, lo revolucionario desde el punto de vista social puede tener diversas expresiones); que volvamos a mirarnos, reconocernos e interesarnos por las cosas que nos afectan a todos, en estos tiempos, podría ser más que suficiente.
Nino también decía que la apatía política es parte de una dinámica que se alimenta a sí misma, porque la inexistencia de participación de ciertos grupos en los temas colectivos acarrea la ausencia de opciones políticas atractivas para estos; y, de esta manera, la tendencia a no participar se ve reforzada. Así, la apatía política contribuye con el empobrecimiento de la calidad del debate público; y esto, con la crisis democrática en la que vivimos.
Por eso, creo que es mejor esforzarse, salir de esa pasividad autoimpuesta y atreverse a hacer lo que mucha gente al parecer ya no hace: expresarse, conversar, participar en comunidad y soñar que es posible vivir en un país mejor. Así que, aunque nos equivoquemos algunas veces en nuestras apreciaciones (cosa que a todos nos pasa), por el bien de nosotros, de nuestras familias y del país, no seamos apolíticos(as).
[1] Mario Vargas Llosa, El pez en el agua, Editorial Seix Barral, Barcelona, 1993.
[2] Carlos Santiago Nino, La constitución de la democracia deliberativa, Editorial Gedisa, Barcelona, 1997.