Uno de los grandes poetas del siglo XX, el ruso Joseph Brodsky, decía que “el viaje más importante que uno puede emprender es el viaje hacia el interior de uno mismo.” Y en ese curso de la búsqueda de la imagen plena, del asentamiento del alma en el mundo, estamos con el reciente libro de poesía del poeta peruano Carlos L. Orihuela. El poeta exiliado que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1987 decía también que “la belleza es una forma de resistencia en un mundo lleno de caos y desorden.”
Deambula el otoño (Hipocampo Editores, diciembre de 2024) es esa exploración trascendental; no melancólica como dijo alguna vez el poeta Pedro Escribano de la poesía del tarmeño, sino meditativa y luminosa hacia el interior del propio poeta, pero a través de él hacia este mundo fragmentario en que vivimos hoy, para que, desde la intimidad de la voz poética, y con un lenguaje cuidadosamente trabajado, armonice el caos, el desorden, como decía Brodsky líneas arriba.
Desde la portada del libro, el poeta nos invita a adentrarnos en ese bosque de símbolos, de imágenes, de colores y oscuridades que en cada paso o lectura nos colmará de una nueva luz. Es una sensibilidad que, como ha declarado el poeta y catedrático, surgió en su infancia en Tarma, esa hermosa comarca de los Andes. La exuberancia de la naturaleza se integró a su visión del mundo, elección de los elementos y las flores, y el azar creativo del que deambula, seguro de su canto y de la tradición; puesto que el poeta es un enamorado de la literatura clásica: Jorge Manrique, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, San Juan de la Cruz. Y de Walt Whitman, Rubén Darío, José María Eguren, José Santos Chocano, César Vallejo, Octavio Paz y José Lezama Lima.
“Esclarecerlo todo, / plazos, destinos, extravíos; descifrar deslices, Contiendas, vasos / inconexos; alcanzar el cuenco animal, el medio justo. / Me apetece la gota esencial, el estoque ecuánime, la justicia / extenuada: acciones puras, sanos aciertos.” He ahí su búsqueda barroca, su caminar esencialmente lírico a través de un mundo donde ya no hay grandes épicas que atraviesan el invierno ni primaveras gloriosas. Entonces “la palabra captura afectos”, nos dice con esta poesía dialogante, por ratos polifónica, y errante en el sentido de los místicos orientales que conocían la totalidad de la mirada, del entender, del conocer. Esos afectos hay que restituirlos, con sabiduría, para una nueva mirada del mundo.
“El diálogo, / paso contingente, / yo transitable, / funda el relato”, nos dice porque el diálogo existe donde hay silencio, donde hay ausencia, y donde, a su vez, hay caos y desorden. No es, por tanto, un deambular solitario, ensimismado, dueño de la verdad, sino dialogante. Nos dice más adelante: “deshabitas la luz, / te sabes sin tiempo, / crónico en tu paso / incompleto. / Cuando tocas / te devuelve, / te reanuda / sin metas.” Y es que el mundo es algo que hay que completarlo, no solo con el pensamiento, sino con el alma.
Deambula el otoño es también un conjunto de crónicas como vemos en el poema Los músicos chinos en calles de Santiago. El poeta se desdobla en una dialéctica poética trazando su ruta en el mapa, “mapa totémico, rutas atávicas, rastros que te atrapan.” Y nos dice luego, más integrado, más humano: “Hice de esta ciudad un remedo: / piedras lineales, rutas equivocas, / puntuales campanadas, / soledad en la canícula, / mi infancia tras el muro ilusorio.”
Como decía Joseph Brodsky: “La poesía es el lenguaje del alma, la música de la vida”. Y la vida es eso que se construye con la solidaridad y las correspondencias: “La estructura evidencia: / los actos proponen / amor = aura sensitiva, / justicia = perfiles alineados, / discursos del hecho, / armonía= relación mediata, / fruto geométrico”, dice el poema Ventanales. Es así que el poeta Carlos L. Orihuela nos invita a deambular por su poesía, a caminar con sus poemas por este bosque de hojas que se dejan leer con nuevos ojos, con ojos primaverales.