A mitad de la década del 80, en este lado del mundo se hizo muy famosa una canción grabada por el grupo mexicano Flans, cuya letra decía: “no controles mi forma de pensar”, “no controles mis sentidos”, “¡no controles!”[1]. Si vemos el panorama político en el mundo, no solo aquí, nos daremos cuenta de que ahora es casi normal que las personas piensen que la política es ese espacio público al que podemos acceder para decirle a los demás, ejerciendo una cuota de poder, a quién deben querer, en qué deben creer, cómo deben parir y demás situaciones en las que usualmente solo deberían interesar nuestros propios criterios de elección, como seres libres que somos.
En lo particular, me resisto a aceptar que esas son las cosas que los ciudadanos de una nación quieren solventar con sus impuestos y votos: leyes o políticas públicas dictadas por personas que creen tener autoridad y poder para imponernos sus preferencias personales, creencias y prejuicios, algo que sabemos es muy negativo —por lo menos— desde que los Estados aceptaron introducir en sus constituciones garantías para la protección de las libertades humanas y el reconocimiento de los derechos sociales. Entonces, aunque parezca obvio, vale hacernos la siguiente pregunta: ¿para qué debería existir realmente el Estado?
El Estado existe para garantizar libertades, pero nadie puede ser realmente libre para elegir entre varias opciones relacionadas con cuestiones importantes de su vida, cuando no se goza previamente de condiciones de vida digna, es decir, cuando no tenemos acceso a una adecuada alimentación, no tenemos una vivienda segura, no hemos accedido a educación, no contamos con servicios de salud y tampoco tenemos un empleo decente. Y creo que esas son las cosas en las que nos debería interesar que el Estado intervenga a través de la política, es decir, propiciando esas condiciones mínimas para que todos podamos adoptar decisiones libres y autónomas a lo largo de nuestra existencia.
Lo que vemos es que, en estos tiempos, la política no parece estar ni para lo uno ni para lo otro: no solo es ineficiente para garantizar los derechos sociales, sino que además violenta las distintas libertades. Esto no parece denotar un problema teórico sobre las funciones que debería cumplir el Estado, sino más bien un problema que tiene que ver con los criterios que en la práctica nosotros, los ciudadanos, tomamos en cuenta cuando vamos a elegir a nuestros representantes.
La política como herramienta social debe servir para cambiar realidades sobre la base de valores previamente consensuados como la justicia, la igualdad y la solidaridad.
Se percibe cierto encanto por las propuestas que plantean abiertamente llevar a cabo campañas de “moralización” en el país (pero, ¿qué moral puede ser la más adecuada?), cuando de lo que se trata es de respetar las distintas formas de vida de la gente y, al mismo tiempo, los aspectos básicos de una razón pública que se encargue de “esencias constitucionales” y de cuestiones de justicia básica, como decía Rawls. En efecto, este filósofo jurídico señalaba que la diversidad de doctrinas religiosas, filosóficas y morales es un rasgo permanente de las sociedades democráticas y no una mera condición pasajera; por lo que, si existen principios y valores que puedan justificarse entre ciudadanos libres e iguales, estos tendrían que ser aquellos reconocidos en la Constitución, pues sobre estos se asume la aceptación de su esencia[2].
Ahora, preguntémonos si no somos parte de ese sector que pretende proyectar sus alergias a las diferencias, en ese espacio más bien creado para resolver los problemas prioritarios y cruciales de la sociedad y donde debería prevalecer la razón pública. Y es que, hay quienes todavía invocan al Estado porque no pueden aceptar que en el mundo haya mestizos y no mestizos, heterosexuales y no heterosexuales, mujeres que quieren tener hijos y mujeres que no, creyentes y no creyentes, limeños y no limeños, etc. Estas son solo algunas de las categorías o diversidades en las que la política, en general, no debería gastar ni un segundo, salvo para garantizar que todas ellas coexistan con igual respeto y libertad. Y no es que estas sean cuestiones irrelevantes, todo lo contrario, ellas hacen posible que nos veamos como una comunidad cuyos miembros se consideran iguales, y por eso es necesario que cuenten con espacios comunes de encuentro.
La política como herramienta social debe servir para cambiar realidades sobre la base de valores que todos previamente hemos consensuado y aceptado alcanzar (tales como la justicia, la igualdad y la solidaridad), por corresponder con un fin mayor que es la dignidad del ser humano. Por ello, no está bien que se piense que ella puede ser usada para forzar creencias, evangelizar o favorecer nuestros intereses y gustos particulares, pues esto se puede convertir en algo muy peligroso. Nadie debería acceder al poder político con esos fines, pero también es cierto que la única manera de evitar autoridades con esa vocación es informándonos adecuadamente de los programas electorales, y —después de las elecciones, incluso— practicando una vigilancia ciudadana activa.
Así que, evocando nuevamente esa canción que interpretaba el grupo Flans: señor Estado, por favor, no controle ninguna forma de pensar (que no convoque o promueva la vulneración de derechos), porque esa diversidad es parte de nuestra esencia democrática.
[1] Cabe precisar que esta canción fue compuesta por Nacho Cano, integrante del grupo Mecano, para la banda española Olé Olé, y lanzada en febrero de 1983, siendo famosa en España e Italia.
[2] John Rawls, La idea de una razón pública, Revista ISEGORíA/9, 1994, pp. 5-40.