Escribe: Jéssica Aréstegui [comunciadora]
La desaparición física de Abimael Guzmán ha despertado en quienes crecimos bajo la sombra del terrorismo, esa rabia, impotencia de sentirnos vulnerables, posibles víctimas de sus atrocidades. Guzmán fue el maestro del terror. La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) reportó que la violencia dejó como saldo más de 69 mil muertos, y Sendero Luminoso fue el responsable de más de la mitad de ellos.
Las fuerzas del orden también son responsables de miles de víctimas fatales y más de 20 mil desaparecidos. Por otro lado, el régimen de Fujimori usó como pretexto la lucha contra el terrorismo para que un destacamento del Ejército elimine a sus opositores, entre ellos líderes sindicales y universitarios. Decenas de militares han afrontado juicios por violación de derechos humanos entre 1980 y 2000.
Algunos líderes políticos, lejos de buscar un verdadero proceso de reconciliación que aún no se ha dado en nuestro país, a pesar de los esfuerzos de la CVR, un ente que trató de esclarecer los crímenes y divulgar un relato común, usan la supuesta “amenaza terrorista” como estrategia. El miedo se usa porque funciona como un mecanismo de control político”, gobierno tras gobierno. “Guzmán ha muerto sin pedir perdón y Fujimori purga su condena sin mostrar arrepentimiento por sus crímenes”, comenta la historiadora Cecilia Méndez de la Universidad de California.
La autora del libro “Violencia y autoritarismo en el Perú: bajo la sombra de Sendero y la dictadura de Fujimori”, la politóloga Jo-Marie Burt, recuerda que Sendero Luminoso es el grupo insurgente latinoamericano más dogmático, violentista y con más muertes causadas por sus propias manos: “Siempre llamó la atención que, sin ninguna preocupación, mataban a gente que ellos mismos decían defender: campesinos, población indígena o a los pobres urbanos. Si estos mostraban una actitud distinta, los mataban sin piedad.” Tildándoles de “traidores”.
Este largo periodo de violencia ha dejado traumas muy reales en las personas, su accionar o de quienes en nombre de Sendero Luminoso empuñaron armas durante los años 80 en las zonas más recónditas del Perú fue monstruoso, allí donde las personas no tenían quien los defienda, ante esa vulnerabilidad decidían tomar la vida de hombres, mujeres y niños como si les perteneciera, bajo amenazas de todo tipo o venganzas absurdas.
Mi familia y yo hemos sido testigos y víctimas de estas atrocidades en mi niñez. Como yo, estoy segura que todas aquellas personas que injustamente hemos sufrido esta barbarie, no encontramos reparación al daño causado, al destierro obligado porque si no huías la consigna era la muerte. Por ello la tarea de todos y todas es no olvidar lo vivido, para reconocer cualquier intento de quienes pretendan volver a sembrar el terror en nombre de la lucha por el pueblo, utilizando la violencia contra los pobres. Esta tarea ya no es por nosotros, será por nuestros hijos e hijas.
Ante un suceso tan importante para todo el país, como la muerte del mayor genocida de nuestra historia reciente, llamó mucho la atención el silencio absoluto de nuestro presidente Pedro Castillo. Más allá de sus alcances jurídicos en dicha materia, al no existir protocolos ni un marco legal (recientemente tuvo que promulgar una ley), para el tratamiento de los restos de Guzmán Reinoso, no emitir un mensaje a la nación solidarizándose con las miles de víctimas, zanjar su posición frente a quienes reclaman su liderazgo y nombramientos ampliamente cuestionables, nos deja una desazón y más incertidumbre, incrementa la leyenda de sus simpatías con estos grupos violentistas.